Alcaraces - Small pebble at the feet of the consecrated cherry tree
La primavera termina por imponerse, incluso después de los inviernos más extraños. Como dice el viejo adaggio, la vida siempre termina por abrirse paso (menos cuando no lo hace, claro).
En esto de las primaveras las hay de todos los tipos y colores. Las hay estacionales, en esencia, las verdaderas primaveras, con su florecimiento y su renacer magnífico que por extensión convertía a los meses que la acompañaban en el inicio del año del mundo clásico. Hay primaveras de Academia, vamos, los de la octava acepción del diccionario, esos que son simples, cándidos y fáciles de engañar. Hay otras, como las del mundo árabe, con aire de revolución, que huelen a masacre y esperanza a un tiempo. Más allá, las hay que afectan al corazón con el reverdecimiento de los sentimientos más aciagos, melancólicos y luctuosos.
Podríamos centrarnos en las primeras, pero han sido ya glosadas hasta la saciedad por poetas, poetastros, cantautores y románticos sin tino. Podríamos, también, dedicarnos a las segundas, pero por su carácter trivial, normalmente insulso y anodino no resulta dificil dejarlas de lado. La tercera primavera a la que aludíamos es de por sí noticia y daría -ya ha dado de hecho- para escribir profundos ensayos y sesudos análisis. Más interés revisten las últimas primaveras que glosamos: las del corazón, aquellas cuyos brotes borran las huellas lacerantes del invierno.
El corazón humano es como un árbol. Los hay enhiestos, recios, desafiantes del equilibrio y de los vientos; los hay también enjutos, de aire enfermizo y débil. Los caducos, independeintemente de que pertenezcan a una u otra de estas categorías, desnudan sus ramas en el otoño y, dependiendo de la profundidad y fortaleza de sus raíces y de otras circunstancias botánicas que ignoramos, se enfrentan al invierno lo mejor que pueden.
Este enfrentamiento es una suerte de letargo. En él la sangre que alimenta cada parte del ente vegetal ralentiza su viaje desde el centro neurálgico del corazón leñoso favoreciendo minimizar las pérdidas. Este letargo es una suerte de pena en la que el árbol, sea joven o no, se sumerje para tratar de sobrevivir, sin demasiados achaques, al medio hostil.
El ser humano sufre ciclos similares. La muerte del ser querido es una de ellas. La muerte, como el invierno, además de intempestiva y fría, conoce estadíos. No es, sin duda, igual el invierno austral que el boreal. Del árbol joven se intuye, si no es demasiada su lozanía, una mejor predisposición a superar el invierno, cuando en realidad son los más talludos los que con mejores armas se enfrentan a los rigores climáticos. La muerte sume al amante en un invierno prolongado. La muerte puede ser real o figurada: ambas son igual de intempestivas y dolorosas. En definitiva, un divorcio o una separación, pese a las diferencias notables, en cuestiones viscerales (digamos del corazón) es asimilable a la muerte. Todas ellas sumen al amante en un lánguido invierno.
Pero igual que la primavera empuja los fríos retazos gélidos y permite que broten las primeras flores en los más azotados árboles, el amor -ese que no se espera- golpea el corazón sombrío y lo llena de una ilusión nueva con la que cincelar los trazos firmes del futuro. La vida, como el amor, siempre termina por abrirse paso.
La primavera se abre paso en los corazones sombríos y conquista por igual alcaraces y almendros...en especial a estos primeros...cerezos con pequeños guijarros a sus pies, consagrados a la dicha de un amor que, por tardío, no es menos lozano. El amor, como la primavera, recorre sendas tortuosas. A veces no es más que a través de pérdidas, rechazos, quebrantos y dolores como conseguimos superar los rigores invernales. es entonces, en el reverso del dolor, cuando encontramos el sentimiento más puro, más real, más sincero...más convincente y por lo general, más pleno. Porque el amor maduro, si es real, es tan intenso o más que el juvenil, y casi siempre es más longevo.
Quien no encontró aún su alcaraz no comprenderá estas palabras. Verá en estas líneas cosa edulcorada y anodina. Exceso de sentimiento y deseo. Nada entenderá quien no sepa mirar con el corazón y aceptar, sin más, que ser domesticado merece la pena...por el trigo dorado...por el verde de los prados reflejado en unos ojos de color imposible...por la simple alegría de haber regresado a la vida desde tan lejos.